Roman Polanski ha vuelto a la comedia, y había ganas, porque no cultiva mucho este género. Para ello se ha inspirado en la obra de teatro Le dieu du carnaje (literalmente el dios de la masacre o matanza) de la dramaturga francesa Yasmina Reza. Esta también ha colaborado en la elaboración del guion cinematográfico con el director polaco.
Polanski no ha querido restar teatralidad y el film transcurre en un mismo espacio, a tiempo real y tan solo cuenta con cuatro personajes. No se puede hacer más con menos. La película caricaturiza la hipocresía que se da entre la clase media-alta estadounidense. Es una crítica la excesiva importancia que se conceden a las apariencias y lo poco que se invierte en ser verdaderamente esa persona que quieres hacer creer que eres.
Todo comienza con la imagen de unos chavales jugando en un parque hasta que ocurre una pelea. La riña entre los dos niños motivará una reunión entre sus padres para hablar del asunto. La cita es en la casa de los Lonstreet, padres del agredido y representados por Jodie Foster (Penélope) y John C. Reilly (Michael). Hasta allí llegan Alan y Nancy Cowan (Christoph Waltz y Kate Winslet) tras acceder a la petición de Penélope.
Al principio los dos matrimonios son conciliadores, pero poco a poco la personalidad de cada uno va sacando de quicio a los demás. Esto hace que se enzarcen en discusiones tontas, se lancen insultos y saquen a relucir trapos sucios de sus matrimonios.
Penélope es culta y solidaria y tiene complejo de superioridad, al considerar que su manera de actuar es ejemplar y que los demás deberían imitarla. Michael es quien más hace por que la situación no se salga de madre, pero pronto se descubrirá que no le importa nada la razón por la que están reunidos (su hijo había perdido varios dientes). Alan es un abogado corporativo de gran prestigio y no para de interrumpir la reunión para atender a llamadas que considera verdaderamente importantes, no como la reunión. Se le ve cómo intenta alimentar la trifulca y parece disfrutar con ello. Nancy es sumamente educada y recatada, pero desata todo un torbellino de improperios y pataletas cuando decide beber del whisky que Michael había ofrecido solo a Alan.
El excelente reparto, unido al magnífico guion hacen de Un dios salvaje una película con encanto, única. Con minuciosidad pero con sencillez, Polannski nos presenta una situación cotidiana. Los cuatro personajes comienzan la cita con muy buenos modales, pero tras ir conociéndose empiezan a no soportarse. La hipocresía forzada al principio no puede sostenerse cuando cada cual quiere imponer sus ideas, opiniones y percepciones, por insignificantes que resulten. Nadie quiere ceder y el orgullo de cada uno ha de salir a flote a costa de una ética y unos modales que todos creen conservar intactos.
Parece que si hubieran tomado el tema más a la ligera y hubieran cedido en discusiones como la definición del término agresión, todo hubiera sido más fácil. La película concluye con un plano fijo del mismo parque donde se pelearon los dos niños, ahora volvían a jugar todos juntos. Esto podría significar una lección de los hijos a los padres. Los niños tuvieron un enfrentamiento puntual y lo han resuleto de manera natural. Los padres, sin embargo, queriendo parecer los más civilizados de América, acaban dando un espectáculo lamentable que hubiera avergonzado a sus propios hijos.
Este reflejo de una sociedad hipócrita se hace delicioso en la pantalla. Los actores bordan los papeles y se demuestra, una vez más, que se pueden hacer comedias inteligentes, aunque no abunden.